Claudio Sánchez Albornoz nace en Madrid en 1893, aunque su tierra es Ávila, donde pasa la infancia. En ese tiempo se entretenía leyendo las reuniones de Cortes, que estaban en la biblioteca de su casa. Para complacer a la familia estudia Derecho, hasta que en 1911 conoce a Eduardo de Hinojosa, que estimula su vocación de historiador y lo convence de cambiar de carrera; Sánchez Albornoz nunca dejó de agradecer la intervención de Hinojosa en su vida. En 1918 empieza una exitosa carrera académica, sobre la cual basta decir que obtuvo los cargos más altos a los que podía aspirar.
En los comienzos de su larga trayectoria hay dos episodios fundamentales: en 1921 Menéndez Pidal le propone participar en un concurso nacional sobre las instituciones del reino de Asturias. Sánchez Albornoz pasará un año y medio recorriendo los archivos locales del norte de España primero y de otras regiones después, ya que consideraba que para conocer esas instituciones había que ampliar la perspectiva. Transcribiendo documentos y tomando notas reúne miles de fichas que van a constituir su archivo personal. La obtención del premio, en 1924, por la obra que escribe sobre Asturias es un detalle secundario frente al lugar que esos ficheros tendrán en su vida. El segundo hecho crucial es su estadía en Viena entre 1927 y 1928, que planifica para mejorar su alemán y para estar en contacto con Dopsch, a quien admira; pensaba que el historiador debe estar al corriente de la discusión historiográfica de otros países y ser permeable a las novedades. En Viena observa una forma de funcionamiento institucional y académico que intentará reproducir después como investigador a cargo de la formación de historiadores y de la gestión de institutos y revistas.
La actividad política de Claudio Sánchez Albornoz se inicia con la dictadura de Primo de Rivera, que lo impulsa a presentar resistencia. En más de una ocasión va a referirse al régimen militar como la desafortunada circunstancia que lo apartó de la investigación y lo obligó a tomar el “camino torcido” de la política, que concebía como un deber civil. Nunca se consideró un político, ni tuvo ambiciones en este sentido, aunque llegó a ocupar importantes cargos; creía en cambio que era su obligación estar atento a la vida pública e intervenir tanto como pudiera para “encarrilar el destino de España”, según sus palabras. Claudio Sánchez Albornoz se definía a sí mismo como “español, demócrata, liberal, católico y socializante”, contrario a la intolerancia de los sectores tradicionales y a la intransigencia de los más radicalizados. Menos por convicción que por la influencia de los más cercanos opositores a la dictadura ingresa en Acción Republicana, una agrupación de intelectuales liderada por el futuro presidente Manuel Azaña que él define como de centro-izquierda. Con el advenimiento de la República comienza su actividad política pública: es diputado a Cortes por Ávila en las tres legislaturas de la República, rector de la Universidad Central en 1932 y ministro de Negocios Extranjeros en 1933. Como legislador intenta dar impulso a la ley de reforma agraria, de la cual fue vocero y a la que agregó enmiendas. Consideraba que la reforma agraria era clave para la renovación pacífica del país. Su conocimiento de la situación del campesinado y del sistema de propiedad le permiten fundamentar un programa de expropiación que contempla la restitución de los bienes obtenidos por la usura y medidas para que el campesino no pierda los bienes adquiridos; se opuso también a la indemnización de los propietarios y a los proyectos que limitaban el campo de aplicación de la reforma. La suspensión de la reforma agraria después del triunfo de la derecha en las elecciones legislativas de 1933 significó para él el fracaso de la República.
Su condición de republicano moderado se va tornando anacrónica a medida que las posiciones políticas se polarizan; acabará votando medidas con las que no está de acuerdo o intentando salidas intermedias que nadie quiere oír. Frente al problema religioso, por ejemplo, busca una solución conciliadora inspirada en la constitución de la República de Weimar, que hacía recaer en un impuesto voluntario la manutención de los clérigos.
Durante el gobierno del Frente Popular es embajador en Portugal. Lo recibe una manifestación contra la dictadura de Salazar y a favor de la República, que la policía reprime. Pasa su primer día de trabajo intercediendo por los detenidos. En un clima de tensión creciente consigue algunos apoyos para su misión diplomática en Portugal; después del alzamiento franquista del 18 de julio hasta los más cercanos lo abandonan. En la embajada descubre los mecanismos del apoyo financiero del gobierno de Salazar a los que se alzan contra la República, lo cual denuncia, y recibe amenazas de los falangistas, que le advierten que matarán a sus hijas si no deja la embajada. Sánchez Albornoz persiste en el puesto, desde el cual ayuda a los republicanos que llegan a Lisboa huyendo de la Falange; él mismo los defiende ante la policía portuguesa, los conduce al puerto y los embarca hacia Francia o hacia zonas republicanas. En noviembre de 1936 el gobierno de Portugal declara su apoyo a la España fascista, tras lo cual lo expulsan de la cancillería.
Sánchez Albornoz huye a Francia y se instala en Burdeos, donde le ofrecen una cátedra que le permite mantener a su familia y permanecer al margen de la guerra civil, que concibe como una tragedia que podría haberse evitado con un par de fusilamientos oportunos. Desde Burdeos trata de recuperar sus ficheros, aquellos que había reunido en 1921 y que estaban ahora incautados junto con sus objetos de plata. Logra que el funcionario del banco donde estaban sus cosas considere la devolución de los ficheros, ya que a nadie interesaban, y consigue que se los envíen a la zona republicana. Recupera sus archivos en Valencia, donde se entera en las calles del plan republicano de lanzar una ofensiva en Aragón. Azorado, se entrevista con las autoridades republicanas pues no puede concebir que una estrategia militar sea de público conocimiento y sabe que la derrota está por eso asegurada. El relato que hará después de éste y otros episodios de la guerra civil dejan ver su desesperación e impotencia ante la falta de preparación del pueblo republicano. Aunque no participa de la guerra civil no deja por eso de sufrir sus consecuencias: en 1938 es destituido de los cargos que había ejercido en la universidad, al igual que sucede con Ortega y Gasset y con Américo Castro, y en 1939 los falangistas saquean su casa de Madrid y su colección de antigüedades. Pide a los padres que lo deshereden, para que la Falange no pueda quitarle nada más.
Poco después estalla la segunda guerra mundial, para la cual don Claudio se prepara cavando en el jardín una trinchera que protege sus fichas y manuscritos de eventuales bombardeos. La ocupación de Burdeos por los alemanes y la noticia de que los nazis entregarán los refugiados a la policía española lo sorprende lejos de su casa y debe emprender la huida sin sus ficheros. Nuevamente consigue que alguien vaya por los archivos y con ellos cruza a la Francia libre, dejando en Burdeos a su familia, a la cual no volverá a ver en muchos años. Tras varios pedidos a diversas instituciones de América Latina obtiene por fin una oferta de trabajo en la Argentina. Le informan que los nazis conocen su ubicación en Francia y comienza entonces su periplo para llegar al puerto de Lisboa, acompañado únicamente de sus ficheros. Viaja en barco de Marsella a Argel, a riesgo de ser capturado por la policía de Marruecos, y en tren de Argel a Casablanca, donde vislumbra la posibilidad de quedar varado en África solo y sin dinero. El azar quiere que pase por Casablanca un velero con destino a Lisboa, que lo tendrá como único pasajero. En Lisboa consigue ayuda oficial para embarcarse a Río de Janeiro y cruza por fin el Atlántico. Viaja de Río a Buenos Aires, donde desembarca con un sombrero de alto funcionario y unas valijas cuyo contenido ya conocemos: los millares de textos y fichas que había reunido en los archivos españoles y que serán la base de su trabajo en el exilio.
La oferta de trabajo era en Mendoza. Lo recibe un rector que le reprocha el haber llegado cuando terminaron las clases. No obstante don Claudio se gana un lugar en la Universidad de Cuyo y allí permanece hasta que en 1942 la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires crea para él una cátedra y el Instituto de Historia de España, del cual será director. También es profesor en Rosario y en La Plata, y en 1944 funda la revista Cuadernos de Historia de España. No hay lugar aquí para describir lo que aportó al medievalismo ni para enumerar sus muchas obras y expresiones de reconocimiento que obtuvo como historiador.
Sánchez Albornoz pasa cuarenta y seis años en el exilio, deplorando su suerte. Se declara testigo mudo de los acontecimientos políticos de la Argentina; en cambio intenta cumplir sus deberes de ciudadano español, y de 1959 a 1970 es Presidente del gobierno de la República en el exilio. Vivió en soledad: su primera esposa había muerto joven y la segunda sufría problemas psiquiátricos graves. Nunca tuvo radio ni televisión, y no le interesó tampoco aprender a usar la máquina de escribir. En más de una ocasión recibió invitaciones para volver a España, que rechazó sistemáticamente; consideraba el regreso una capitulación, y juró infinitas veces que no pisaría la tierra de España mientras ésta siguiera en las manos de Franco. Pagó un precio muy alto por su dignidad: no vio a sus hijos durante décadas, ni pudo asistir al entierro de sus padres. El destierro lo llevó también a sublimar la imagen de su país, según él mismo reconoce, y a centrar una parte de su trabajo en lo que él llamaba el misterio de España, o su enigma histórico; de esa preocupación por descifrar el origen de la “herencia temperamental del homo hispanicus”, a la que atribuía todos los males, surgirán los trabajos más especulativos y menos representativos de su labor como investigador.
Esta tiene su mejor expresión en las obras que prescinden de la inquietud por la predestinación de España. Tomaré como ejemplo uno de los trabajos que escribe sobre los señoríos de behetría, donde responde a las teorías del historiador alemán Ernesto Mayer. En ese entonces tenía todos los archivos a su disposición; luego tuvo que restringirse al material que logró traer a la Argentina.
Al igual que los historiadores actuales Mayer creía que los campesinos de behetría eran dependientes territoriales; Sánchez Albornoz, en cambio, pensaba que las behetrías eran formas de encomendación donde predominaban los campesinos libres, quienes podían elegir al señor. Mayer sostenía también que las tierras que cultivaban los campesinos de behetría provenían de las antiguas tercias romanas; basaba esta teoría en una afirmación contenida en el fuero de León de 1020 que aludía a la tercera parte de una villa. Sánchez Albornoz desmantela minuciosamente esta interpretación, a la cual califica de “desdichadamente absurda” y “en repugnancia con los documentos”. Ante cada afirmación de Mayer presenta la evidencia que aquel alega como prueba, pero no la línea aislada seleccionada por su oponente, sino el precepto completo que la contiene; luego analiza ese precepto en el contexto del fuero al que pertenece, y finalmente busca disposiciones análogas en otros fueros y en otro tipo de documentos, de modo de alcanzar una visión general y desde allí volver al problema particular que se está tratando, sin dejar de criticar a cada paso las teorías construidas a partir de elementos aislados, cuya incongruencia queda a la vista en la referencia a la totalidad. Frente al fuero de León, por ejemplo, observa que la línea en cuestión no se refiere a la tercera parte de una villa sino a la tercera villa, pues es una construcción de acusativo y no un genitivo; para descartar la posibilidad de un error revisa todas las declinaciones del fuero, donde constata que los redactores no confundían los casos gramaticales. Analiza luego otros títulos del mismo fuero, para saber qué es lo que en general se está regulando, y busca luego el sentido de los vocablos en juego en otros fueros de sociedades agrarias semejantes, donde encuentra disposiciones equivalentes, las cuales somete a examen filológico y coteja con información bibliográfica y con documentos posteriores, para evaluar la evolución de la norma. Tras un extenso recorrido analítico establece, básicamente, que el título del fuero de León se refiere a la distancia a la que podía irse el dependiente que vendía su parte de una tierra, de modo que pudiera seguir cultivando lo que pertenecía al señor. Puede objetarse que las leyes no necesariamente expresan la práctica social. En Sánchez Albornoz tenemos al menos la garantía de la interpretación correcta de las leyes. No quiere decir esto que limitara sus esfuerzos al estudio de un aspecto jurídico en sí; en el ejemplo del fuero de León Sánchez Albornoz establece por vez primera el origen de una normativa muy extendida y general, la que regula la capacidad de enajenar de los dependientes y trata de impedir la pérdida de renta por parte del señor, lo que permite, por ejemplo, analizar con mejores herramientas problemas generales como el de la movilidad campesina, o el del conflicto interseñorial. Como corolario a la refutación de las teorías de Mayer, Sánchez Albornoz reconstruye el proceso intelectual que aquel debió haber seguido, señalando, por ejemplo, en qué orden leyó las fuentes, qué evidencia descartó deliberadamente, qué ediciones documentales eligió de acuerdo a su conveniencia, cómo fue derivando una idea de otra, qué hipótesis tuvo que crear para superar las contradicciones que se le presentaban, etc., todo lo cual nos da un panorama del conocimiento integral que Sánchez Albornoz tenía de los documentos y del oficio de la investigación.
Una teoría reciente propone que las behetrías derivan de la evolución de la sociedad arcaica. Esa teoría en parte se fundamenta en la datación de unas leyes recopiladas en el Ordenamiento de Alcalá, surgidas según esta fuente de unas presuntas cortes celebradas en Nájera, de las que no se tenía noticia. No fue otro sino Sánchez Albornoz el que estableció la realidad histórica de las cortes de Nájera y la fecha posible de su celebración, dando sustento a la nueva interpretación. A veces se tiene la impresión de que no hay problema de la historia medieval española que Sánchez Albornoz no haya tratado, esclarecido o entrevisto de alguna manera.
La teoría citada presupone también una comunidad de hombres libres, al igual que las nuevas interpretaciones que revalorizan la existencia de sociedades de rango en la temprana Edad Media, lo que demuestra la vigencia de su obra. Lo mismo puede decirse de la práctica de la elección de señor en las behetrías, que hoy se constata en la documentación del siglo XV, que Albornoz no conocía de manera tan exhaustiva.
Fue un positivista puro. Ejercía rigurosamente la crítica de los documentos, de cuya exégesis erudita extraía conclusiones sencillas que sirven al estudio general de las instituciones, a diferencia del hipercriticismo que anula la posibilidad del conocimiento, y de muchos positivistas actuales cuya pretendida e impostada erudición es sólo una fachada detrás de la cual no encontraremos más que la repetición vacía de los documentos.
No se trata meramente de un historiador de enfoque jurídico. Defendía un estudio amplio de las instituciones sociales, que identificaba por ejemplo con el régimen señorial, el comercio o el régimen de la tierra, a los que aplicamos ahora otras categorías, pero jerarquizamos igualmente como objeto de estudio. De su investigación obtuvo de hecho el conocimiento que le sirvió de base para su trabajo en el proyecto de ley de reforma agraria del gobierno de la República, lo que ejemplifica a qué se refería cuando hablaba de la necesidad de estudiar ampliamente las instituciones. Antes que en la temática, su enfoque en todo caso se manifiesta en la necesidad de referir el objeto de estudio a una institución conocida (por ejemplo la encomendación en el caso de las behetrías), de lo cual se sigue la consideración de los rasgos formales como sustancia y el desplazamiento de aspectos evolutivos o estructurales, que juzgaba fenoménicos –lo que no quiere decir que le pasaran inadvertidos. En esa valoración, o en las categorías que utilizaba, de todo lo cual podemos prescindir, subyace el análisis empírico de las formas sociales, que es donde se encuentra la riqueza de su obra.
En Buenos Aires sólo contaba con sus ficheros, que fueron la base de centenares de artículos, y con el material que le enviaban otros historiadores o el que conseguía a través del intercambio institucional o el financiamiento externo. Creía que la precariedad de condiciones no debe ser obstáculo para el investigador, y que éste bien puede trabajar con el material disponible, en contraste con los que ahora prescriben que una tesis de doctorado debe basarse en documentación inédita. Sus apreciaciones no deben confundirse con una actitud conformista: Sánchez Albornoz no se cansó de exigir financiamiento para los institutos que producen conocimiento, que oponía a los centros que hacen estadísticas para el gobierno, y para los verdaderos investigadores, a quienes diferenciaba de los “meros ganapanes” y “amables contertulios”, según definía a otras especies académicas que pululan por los institutos y facultades. Solía decir que a los profesores se los conoce por sus obras, y daba impulso a aquéllos en quienes veía las condiciones del verdadero investigador, aun cuando se apartaran de su ideología, como en el caso de Reyna Pastor, que era marxista declarada.
Quienes no integran el insípido coro de seguidores obsecuentes tienden a subrayar que sus teorías son obsoletas. Aun cuando esas teorías hayan sido en parte superadas hay mucho que aprender de Sánchez Albornoz. Emprendía estudios generales, contrariamente al localismo de la siguiente generación de historiadores; investigaba temas relevantes, en oposición a las trivialidades del posmodernismo actual; conocía la historiografía de otros países, a diferencia del aislamiento voluntario y negligente que hoy se observa en muchos de nosotros; polemizaba abiertamente, sin preocuparse por las consecuencias de sus opiniones, fuertemente descalificantes; escribía con fervor y gran riqueza de vocabulario, estimulando el placer de la lectura, que raramente se experimenta en los escritos contemporáneos. Quienes no lo hayan leído, deben hacerlo; encontrarán en Sánchez Albornoz las virtudes que él exaltaba en otros historiadores: inteligencia, erudición y una maravillosa pluma, según dijo de Herculano.
Claudio Sánchez Albornoz volvió a España poco después de la muerte de Franco, para una corta estadía de dos meses; contaba entonces 83 años y tenía dificultades para caminar. Cuando planeaba el viaje declaró que en España “no tenía donde caerse muerto”, y que regresaría pronto a Buenos Aires, donde estaban sus ficheros.
Fuente: Claudio Sánchez Albornoz | Laura da Graca. Actas y Comunicaciones [Consulta 26 abril de 2021]