Poco tiempo después se sancionó la llamada Ley Avellaneda, a partir de un proyecto presentado por el entonces senador y también Rector de la casa de altos estudios porteña. Se trataba del primer instrumento legal destinado a regir el funcionamiento de las dos universidades nacionales existentes por entonces. El texto era relativamente breve e iba a revelar una notable capacidad de adaptación a distintas circunstancias políticas e institucionales. Sobre esa base, las dos universidades sancionaron nuevos estatutos. El ordenamiento que surgió, finalmente, a partir de la sanción de la ley determinó que una asamblea integrada por los miembros de las llamadas Facultades o Consejos Académicos elegiría al rector. A la vez, los Consejos Académicos estarían integrados por unos quince miembros. Un tercio de ellos debería estar compuesto por los profesores que “dirigen aulas”. El resto iba a estar integrado por notables y figuras representativas de la sociedad, el mundo de la política o las profesiones que no ejercían, necesariamente, actividades en las casas de estudios. Las academias elegían a sus propios miembros cuando uno de ellos renunciaba o fallecía y la pertenencia a ellas era, en la práctica, de carácter vitalicio. A la vez, elegían a los dos delegados de las facultades que, junto a los decanos, componían el Consejo Superior. Más allá de todos estos detalles, era en las Academias donde, verdaderamente, residía el poder dentro de la universidad. Por otro lado, también debe tenerse en cuenta que estas normativas, al limitar el número de cargos que los profesores podían ocupar en aquellas, hacían que grupos que no participaban directamente en la vida universitaria tuvieran en ésta una influencia decisiva.
Quizás la principal limitación que la ley nacional imponía a la autonomía universitaria consistía en el hecho de que la designación de los profesores titulares recaía en última instancia en el Poder Ejecutivo. Las normativas impuestas por la ley Avellaneda establecían que el Consejo Superior, sobre la base de las recomendaciones de las Academias, elevaba una terna y era el gobierno nacional quien conservaba la capacidad para, finalmente, designarlos. En algunos casos, las ternas podían componerse a través de concursos, y también era habitual que el Poder Ejecutivo designase a quien figuraba en primer lugar en aquellas. Pero, por supuesto, no estaba obligado a actuar en ese sentido. Un caso particularmente conocido fue el de José Ingenieros, quien fue relegado por quien figuraba en la terna en segundo lugar lo que provocó su alejamiento del país por un tiempo prolongado.
La ley no especificaba qué funciones se esperaba de la Universidad en la Argentina de aquellos años que, además, se encontraba en un acelerado proceso de transformación vinculado con una notable expansión económica y con un fuerte crecimiento de la inmigración. Las universidades estaban concentradas por entonces en forma casi exclusiva en la formación de profesionales liberales. La UBA formaba médicos, abogados e ingenieros (estos últimos en la Facultad de Ciencias Exactas). Como señalaría Ernesto Quesada, uno de los principales estudiosos de los temas académicos de los tiempos del centenario, se trataba de la institución que certificaba, en nombre del estado, la aptitud de un individuo para el ejercicio de una profesión liberal. La crítica al profesionalismo fue el eje de la llamada “cuestión universitaria” de principios del siglo XX. Las universidades, en particular la UBA, fueron cuestionadas por su escaso apego a las actividades científicas y culturales. La concentración de la actividad universitaria en todo aquello que tenía una aplicación útil, inmediata y lucrativa generaba para muchos miembros destacados del gobierno y de la vida intelectual argentina un efecto nocivo tanto para la construcción de la identidad cultural del país como también para su vida política. Esta última circunstancia se debía al hecho de que la socialización de las élites políticas y su formación tenía lugar casi exclusivamente en los claustros universitarios, sobre todo en los de las Facultades de Derecho. El bajo nivel de la política local, expresado en el predominio de la lucha facciosa desprovista de programas orgánicos de transformación institucional, era atribuido entonces en alguna medida también al hecho de que la enseñanza en dicha Facultad privilegiaba el estudio de las ramas vinculadas al derecho civil y mercantil y no el administrativo, el constitucional o el político, esenciales para la formación de los sectores dirigentes.
La lucha contra el profesionalismo fue entonces un motivo central de la vida universitaria porteña de finales de siglo. En este contexto debe comprenderse la creación, en 1896, de la Facultad de Filosofía y Letras. En principio fue entendida como el lugar destinado a la práctica científica y a la “investigación desinteresada” dentro de la Universidad. Con ese propósito se crearon además de las cátedras dedicadas a la enseñanza de las lenguas clásicas, la historia, la filosofía, la sociología y la pedagogía, unidades dedicadas a la investigación como el Museo Etnográfico y las secciones de geografía e historia. La nueva Facultad debió afrontar graves dificultades para sobrevivir. Una de ellas era el escaso número de inscriptos. Para revertir su precaria situación las autoridades de la Universidad resolvieron darle la posibilidad de formar profesores para enseñanza media en las disciplinas humanísticas. Así, a su lugar de ámbito por excelencia de formación de científicos y humanistas, la Facultad incorporó una dimensión profesionalista: la formación de profesores. Pero otras creaciones institucionales de esta etapa también fortalecían las tendencias profesionalistas. En 1909 se creó la Facultad de Agronomía y Veterinaria sobre la base de la incorporación del Instituto Superior de Agronomía y Veterinaria y en 1913 se fundó la de Ciencias Económicas. En 1911, mientras tanto, la Universidad incorporó a la institución de enseñanza media más antigua y prestigiosa de la Ciudad: el Colegio Nacional Buenos Aires.
La matrícula de la Universidad creció lentamente durante estos años. En 1918, tiempos de la reforma universitaria, contaba con cerca de seis mil alumnos. La matrícula universitaria de todo el país apenas superaba entonces los ocho mil cuando el censo de 1914 ya registraba casi 8 millones de habitantes. La enseñanza superior estaba reservada a una pequeña élite, aunque no se trataba de una institución cerrada en base a prejuicios de origen étnico o de clase. La vía del estudio y de la obtención del título profesional era una de las privilegiadas para el ascenso social por parte de los hijos de inmigrantes. El premio que la sociedad argentina de aquella época brindaba a los profesionales universitarios en términos tanto simbólicos como materiales era de enorme relevancia y, en gran medida, explica el cerrado predominio de las tendencias profesionalistas. Éstas no se originaban en la voluntad de los sectores gobernantes ni de quienes conducían a la Universidad, sino que provenía sobre todo de la presión de aquellos que estaban en condiciones de ingresar a las casas de altos estudios.
La presencia estudiantil, por otra parte, se hacía sentir con fuerza ya en aquellos primeros años del siglo en la Ciudad. Los centros de estudiantes surgieron durante aquella década. También estos años presenciaron fuertes disputas entre los estudiantes y las academias que gobernaban las facultades. A finales de 1903 comenzó un conflicto en la Facultad de Derecho, motivado por la decisión de la Academia de limitar el número de materias que podían rendirse durante el turno del mes de marzo. Uno de los funcionarios de la Facultad sostuvo que la decisión se debía al hecho de que la “benevolencia” de los profesores facilitaba demasiado las pruebas anuales y permitía “pasar a muchos estudiantes que no tienen una preparación ni siquiera mediana”. El conflicto se prolongó durante todo ese año sin que la institución pudiese recuperar su funcionamiento normal. Luego el conflicto se trasladó a Medicina a raíz de la decisión de la Academia de excluir de la terna para designar al profesor titular de Clínica Médica a un conocido docente y profesional que contaba con el apoyo de los estudiantes. Las protestas estudiantiles concitaron respaldo y simpatía entre los miembros del Congreso, de la prensa e incluso entre integrantes del poder ejecutivo.
La consecuencia de estos movimientos fue una primera reforma de los estatutos de la UBA que finalizó en 1906. Las academias fueron desplazadas del gobierno de las facultades y quedaron limitadas a funciones de asesoramiento. El control de las facultades pasó entonces a depender de los Consejos Directivos. Sus integrantes se renovarían en forma periódica y, aunque el mismo Consejo los designaría, lo haría a partir de entonces sobre la base de la elección de la Asamblea de Profesores. El gobierno de la Universidad, aunque en forma indirecta, recaía ahora en estos últimos. También con estos episodios finalizaba el largo rectorado de Leopoldo Basavilbaso. Sería reemplazado por Eufemio Uballes. La renovación de los estatutos permitió un primer proceso de modernización institucional de la Universidad y posibilitó que los conflictos en su interior no adquirieran el cariz violento, por ejemplo, que tomaron a partir de 1918 en la casa de altos estudios de la ciudad de Córdoba.
La Universidad de la Reforma
Desde principios de 1918, los estudiantes de la Universidad de Córdoba protagonizaron una fuerte revuelta contra las autoridades de la casa de estudios. La élite cordobesa había mantenido un control férreo sobre la Universidad impidiendo toda renovación de la organización institucional. Los estudiantes cordobeses se rebelaron contra el régimen disciplinario que imperaba en la Universidad y también cuestionaron la naturaleza del sistema de enseñanza, las arbitrariedades de los profesores e incluso el escaso compromiso de muchos de ellos con las tareas universitarias. El gobierno de Hipólito Yrigoyen intervino en abril de ese año la casa de estudios y nombró como máxima autoridad de ésta a José Nicolás Matienzo, quien impuso un nuevo estatuto similar al que regía desde 1906 en la UBA. Pero los profesores, en quienes descansaba a partir de entonces el gobierno de la Universidad, eligieron para conducirla a los mismos sectores que la habían controlado hasta la intervención. Esto provocó una nueva revuelta estudiantil y una nueva intervención, a cargo ahora del Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Juan J. Salinas quien, con el apoyo estudiantil, sancionó un nuevo estatuto. En éste, la elección de los miembros de los Consejos recaía en una asamblea integrada en partes iguales por profesores titulares, profesores suplentes y estudiantes. La participación estudiantil era considerada así como la única garantía de la renovación universitaria.
Los estatutos que consagraban la participación estudiantil en la elección de las autoridades universitarias se impusieron, con sus propios matices y características peculiares, en las otras dos universidades nacionales: La Plata y Buenos Aires. También lo harían en las del Litoral y Tucumán a partir de su nacionalización en 1919 y 1921, respectivamente. Sin embargo, la adopción del nuevo ordenamiento universitario tuvo en cada caso sus particularidades. En la UBA, el proceso no tuvo las aristas conflictivas que presentó en el caso cordobés y que tendría incluso en el platense. El principal punto de conflicto fue, sin duda, el de la intervención estudiantil en el gobierno. Algunos conspicuos representantes de las élites universitarias se apartaron de la institución rechazando esta intervención. Fue el caso de dos destacados juristas como Norberto Piñero y Rodolfo Rivarola, que renunciaron a sus cargos en el Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras. La Facultad de Derecho, por su parte, concentraría algunas de las resistencias más importantes a las nuevas disposiciones, lo que provocaría su intervención en el año 1919. Sin embargo, no habría que exagerar estas resistencias ya que las transformaciones que conllevó la reforma en términos estatutarios y de funcionamiento general de la vida universitaria contaron con un consenso amplio entre sus profesores y muchos de quienes tenían responsabilidades directivas en la UBA desde principios de siglo. El Rector desde 1906 hasta 1922, Eufemio Uballes, iba a sostener al elevar los estatutos reformados al Ministro de Justicia e Instrucción Pública que la Universidad subsistía “por y para los estudiantes”, que éstos ejercían en su mayoría las funciones propias de la ciudadanía y que no existían razones para rechazar su aspiración a participar en el gobierno de las universidades, solicitud realizada, además, en forma extremadamente “cortés” . En el mismo sentido se pronunciarían otras figuras destacadas de la vida académica como Ernesto Quesada y Juan Agustín García.
Los reformistas sostuvieron un programa de transformación amplio de la vida universitaria. Sus críticas retomaban muchos de los cuestionamientos vigentes desde finales del siglo anterior como el vinculado con el profesionalismo y el escaso lugar que en la vida académica tenía la práctica de la ciencia y de las humanidades. La Universidad de la Reforma se propuso darle un nuevo impulso a estas actividades. El desarrollo de los institutos de investigación cumplió, en este sentido, un papel fundamental. En 1921 se creó, sobre la base de la Sección de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, el Instituto de Investigaciones Históricas que dirigiría, hasta finales del año 1946, Emilio Ravignani. Otros institutos surgirían en la misma Facultad durante aquella década. Los de Literatura Argentina y el de Filología Hispánica, fundados en 1922, y que dirigirían durante varios años Ricardo Rojas y Amado Alonso, respectivamente, adquirieron rápidamente un notable prestigio a nivel nacional e internacional. También en 1921 Bernardo Houssay reorganizaría el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina. En este ámbito iba a llevar a cabo la mayor parte de las investigaciones que le iban a permitir obtener, en el año 1947, el Premio Nobel de Medicina. La contratación de profesores extranjeros con el propósito de formar núcleos de especialistas en diferentes áreas científicas, una práctica que reconocía antecedentes significativos en el caso de la UBA, fue también un rasgo de la época. En este contexto podemos destacar la contratación de Julio Rey Pastor, un prestigioso matemático, profesor entonces de la Universidad Central de Madrid, y del ya mencionado Amado Alonso, un reconocido filólogo y profesor universitario español.
A pesar de que la investigación científica iba a ocupar un papel cada vez más importante dentro del mundo académico porteño, la orientación general de la vida universitaria no iba a modificarse en sus rasgos sustanciales, ya que las tendencias profesionalistas estaban profundamente arraigadas en el cuerpo universitario. Enrique Butty, al asumir el rectorado en 1929, sostenía que no bastaba con la infraestructura para construir un verdadero instituto de investigación. Éste debía erigirse sobre la base de un núcleo de investigadores y especialistas, pero este propósito chocaba con el prestigio y los elevados ingresos que proporcionaba el ejercicio de las profesiones liberales . Así, puede advertirse que en los criterios para designar a las ternas destinadas al nombramiento de los profesores titulares y de los suplentes coexistirían los criterios basados en los antecedentes científicos de los aspirantes con los relacionados con su experiencia profesional y con su trayectoria específicamente docente. Los cuestionamientos al profesionalismo, entonces, iban a seguir conformando un tópico común en las críticas a la Universidad durante toda la primera mitad del siglo XX.
Si bien los reformistas encontraron fuertes trabas para modificar las tendencias generales que impregnaban la vida universitaria, lograron introducir cambios sustanciales en su dinámica y en su funcionamiento. En principio, cabe destacar que la Reforma creó una intensa vida electoral y política en el interior de las casas de estudios. Emilio Ravignani, al asumir el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, iba a cuestionar la aparición de cierto prototipo de dirigente estudiantil que había convertido la vida de estudiante en “profesión permanente. Coriolano Alberini, que desempeñaría también un rol destacado en la misma institución, señalaría que la actividad electoral se había sobredimensionado cuando debería estar estrictamente subordinada “a los intereses de la cultura”. Además, la Reforma, a través de la generalización de mecanismos como el de la docencia libre, permitió la incorporación de nuevas camadas de profesores y creó también una auténtica carrera académica. Las Facultades impusieron nuevas reglamentaciones para la designación de auxiliares y de profesores suplentes. Estas normativas, propias de cada Facultad, contemplaban a menudo también la sustanciación de concursos para la provisión de estos cargos. Pero, además, estas disposiciones establecieron condiciones favorables para que los profesores suplentes pudiesen integrar la terna para elegir al profesor titular de la asignatura en la que se desempeñaban cuando ese cargo quedaba vacante. A través de estos mecanismos, la Reforma aceleró un proceso de sustitución de los sectores dirigentes universitarios que venía produciéndose de manera bastante armónica desde principios de siglo. Nuevos profesionales, graduados recientes de la institución, muchos de ellos hijos de inmigrantes y sin vínculos familiares directos con las élites tradicionales, comenzaron a ocupar los cargos de gobiernos y los puestos de catedráticos
De todos modos, el crecimiento de la matrícula universitaria, aunque sostenido, siguió siendo lento. A la Universidad seguía llegando un sector muy reducido de la población. Contra lo que se ha señalado en diversas oportunidades, la Universidad de la Reforma no impuso la gratuidad de los estudios universitarios. Los estudios universitarios siguieron siendo arancelados, aunque los montos no eran muy significativos. Tampoco se impuso el ingreso directo. En diciembre de 1918, el Consejo Directivo de la Facultad de Medicina recibió una nota de una agrupación de bachilleres que aspiraban a ingresar sin examen a la Facultad y que contaban, aparentemente, con el apoyo del Poder Ejecutivo. La asociación que integraban por entonces el Círculo Médico Argentino y el Centro de Estudiantes de Medicina defendió con firmeza el mantenimiento del examen agregando una dura declaración respaldando la autonomía universitaria y el derecho de la Facultad a establecer su propio sistema de ingreso. Aunque posteriormente los estudiantes de Medicina se opondrían a otras reglamentaciones de ingreso particularmente restrictivas, el episodio mostraba otra dimensión significativa de la Reforma a la que los historiadores han prestado escasa atención: el peso significativo que las corporaciones profesionales, en particular las que agrupaban a médicos y abogados, comenzaron a ejercer desde entonces en la vida universitaria .
Las instituciones de la Reforma rigieron la vida universitaria durante toda la década de 1920. Posteriores modificaciones en los estatutos limitaron parcialmente la capacidad de intervención estudiantil, pero no alteraron sustancialmente la naturaleza del ordenamiento reformista que le otorgaba a quienes protagonizaban la vida universitaria un papel central en el gobierno de las instituciones. La Universidad fue intervenida poco tiempo después del golpe de septiembre de 1930. El interventor designado, Benito Nazar Anchorena, un antiguo dirigente reformista, cesanteó y persiguió a docentes y estudiantes, en particular a los vinculados con el gobierno radical derrocado o identificados con agrupaciones políticas como el Partido Comunista. Las cesantías y la persecución fueron particularmente severas en las Facultades de Medicina y Derecho. Luego de finalizado el periodo del gobierno provisional liderado por el general Uriburu, la Universidad fue normalizada y la gran mayoría de los expulsados fue reincorporada. Durante la llamada década infame los estatutos reformistas fueron nuevamente impuestos y los sectores que gobernaron la Universidad durante los años veinte volvieron a administrar la institución durante los treinta. Mariano Castex, Ángel Gallardo, Vicente Gallo y Carlos Saavedra Lamas se sucederían en el Rectorado.
De todas formas, el clima político que se vivía en la Universidad era distinto. Las disputas dentro del movimiento estudiantil se aceleraron con el impacto de los acontecimientos internacionales, como la guerra civil española o el inicio de la Segunda Guerra Mundial. La virulencia de los conflictos políticos afectó también algunas actividades de extensión, que se convertían en escenarios de fuertes disputas. Algunos de los antiguos dirigentes reformistas, convertidos ahora en autoridades de la Universidad, comenzaron a hacer oír por entonces sus voces críticas sobre la actualidad de la institución. Enrique Gaviola, un destacado físico y profesor de la Facultad de Ciencias Exactas, cuestionaba en 1931 un modelo de universidad en el que primaba aún el pluriempleo entre estudiantes y profesores, y criticaba la conformación de una carrera académica basada más en la antigüedad en el ejercicio del cargo que en los méritos científicos. Denunciaba entonces los lazos existentes entre la construcción de las trayectorias académicas y el funcionamiento de los órganos de gobierno. De este modo, acusaba a la Universidad de construirse sobre prácticas más adecuadas para la vida del comité que para la academia. Osvaldo Loudet, Presidente de la FUA en 1918, siendo vicedecano de la Facultad de Medicina en abril de 1943, formuló una serie de denuncias en el Consejo Directivo relativas al modo en el que se confeccionaban las ternas para designar a los profesores titulares. Afirmó que los delegados estudiantiles votaban sobre la base de decisiones tomadas en plebiscitos en los que intervenían profesores suplentes y candidatos a cargos de profesor titular otorgando distinto tipo de prebendas. La decisión de los estudiantes no era entonces el resultado del examen de los méritos y antecedentes científicos de los postulantes, sino el fruto de acuerdos y favores recíprocos. De este modo, concluía señalando que los ideales de la Reforma habían sido distorsionados “por la intervención de la política”. También creció durante aquellos años la influencia de los grupos conservadores y antirreformistas que volvieron a cuestionar con fuerza la participación estudiantil en el gobierno universitario.
Por último, cabe destacar que uno de los aspectos significativos de la Universidad de la Reforma está relacionado con la política de extensión. Se trataba de un componente importante del programa de los reformistas. Mientras en algunas universidades como la de Tucumán, la extensión estaba vinculada a actividades relacionadas con dimensiones económicas y productivas características de la provincia, en Buenos Aires estas tareas se articularon con la intensa y compleja vida cultural de la Ciudad de los años veinte y treinta. Ciclos de conferencias destinadas a difundir las últimas novedades científicas o a divulgar actividades literarias y artísticas constituyeron los ejes de la activa política de extensión desarrollada por la UBA. Durante los años treinta estas actividades fueron perdiendo impulso a raíz del impacto en ellas de los conflictos políticos característicos de aquel entonces y de los embates de sectores conservadores sobre la Institución. Sin embargo, cabe destacar que el mundo universitario seguía conservando un funcionamiento autónomo y hasta cierto punto independiente de la coyuntura política. Estas condiciones se perderían sustancialmente a partir de 1943.
Del peronismo a la Revolución Libertadora
El 4 de junio de 1943, el gobierno de Ramón Castillo, rostro visible de un régimen acusado de llegar al poder por medios fraudulentos, fue derrocado por un golpe militar. El movimiento tuvo un amplio consenso entre vastos sectores de la sociedad argentina, pero el nuevo gobierno fue hegemonizado, luego de varias confrontaciones internas, por un sector ligado al nacionalismo católico. Muchos de los miembros de la comunidad universitaria porteña que habían mirado con cierta expectativa al nuevo régimen, se situaron rápidamente en la oposición. Las nuevas autoridades promovieron un proceso de “confesionalización” del sistema educativo. La enseñanza religiosa fue impuesta en las escuelas primarias y la UBA fue intervenida en noviembre de ese año. El interventor designado, Tomás Casares, era un conocido abogado de activa participación en los círculos católicos. Tres meses después de su designación renunció y fue reemplazado por David Arias primero y luego por Carlos Obligado y Carlos Waldorp. En consonancia con las disposiciones tomadas a nivel nacional, se introdujo la enseñanza de la religión católica en los colegios universitarios y se ordenó la participación de la casa de altos estudios en la festividad de Corpus Christi.
Las nuevas autoridades universitarias se oponían al principio de la libertad de cátedra, a los postulados reformistas y defendían una concepción autoritaria y jerárquica de la vida académica.
Cesantearon a docentes y expulsaron a estudiantes esgrimiendo motivos políticos. También clausuraron los centros de estudiantes. Los universitarios porteños resistieron las medidas que procuraron implementar y la relación con el gobierno ingresó en un área extremadamente conflictiva. En febrero de 1945, aquel, jaqueado por las protestas opositoras, impulsó un proceso de normalización de la Universidad sobre la base del antiguo estatuto ligeramente modificado y dispuso la reincorporación de los docentes cesanteados. Los grupos reformistas retomaron el control de la institución y Horacio Rivarola, que, de todos modos representaba a los sectores más moderados en su política ante el gobierno nacional, fue electo Rector ganándole la pulseada en esta disputa a Bernardo Houssay. Por aquel entonces, Juan D. Perón, sobre la base del prestigio ganado en su actuación frente al Departamento Nacional del Trabajo y la Secretaría de Trabajo y Previsión, se había convertido en la nueva figura influyente del gobierno. Luego de los episodios del 17 de octubre de 1945 se convertiría en candidato a Presidente de la Nación. Los universitarios participaron activamente en la campaña electoral de finales del año 45 respaldando institucionalmente a la Unión Democrática y reclamando la inmediata normalización institucional. La victoria de Perón en las elecciones llevadas a cabo a comienzos de 1946 dejó a la comunidad universitaria en el sector de los derrotados. En abril de ese año, la Universidad de Buenos Aires sería nuevamente intervenida al igual que el resto de las universidades nacionales. Al fundamentar la decisión, el Poder Ejecutivo sostenía la necesidad de asegurar la neutralidad política en los claustros y de reestructurar el sistema universitario modificando las normativas vigentes. En el ámbito de la Universidad de Buenos Aires, esta tarea fue encomendada a Oscar Ivannisevich. En diversos aspectos, el ascenso del peronismo introdujo cambios fundamentales en la vida universitaria. En principio, modificó la naturaleza de la relación entre la vida universitaria y la vida política. Con limitaciones, la Universidad había conservado un grado de autonomía importante con respecto a los cambios en las coyunturas políticas. A partir de entonces esa autonomía se perdió. Quizás una de las expresiones más contundentes de esa pérdida se expresó en el desplazamiento, por razones y causas políticas fundamentalmente, de un núcleo numeroso de profesores de la institución. A través de cesantías, presiones más o menos encubiertas o jubilaciones anticipadas, se apartó a un grupo relevante que se desempeñaba prácticamente desde los tiempos de la Reforma. Figuras como Bernardo Houssay, Ricardo Rojas o Emilio Ravignani abandonaron la UBA durante aquellos años. Esto provocó un recambio significativo del cuerpo docente de la Universidad. La gran mayoría de los desplazados fue reemplazada por los adjuntos o auxiliares de sus propias cátedras.
El peronismo sostuvo una visión crítica de la Universidad reformista. La cuestionó por su carácter de élite, por su excesiva politización, por su anticlericalismo, pero también por su orientación predominantemente profesionalista. En 1947 se sancionó una nueva ley, la 13031, que terminó con los principios reformistas y sujetó a las universidades al Poder Ejecutivo, otorgándole a este último la potestad para elegir al Rector. La ley también limitó la participación estudiantil en los consejos directivos a un solo representante designado entre los estudiantes del último año con mejores calificaciones. Tiempo después se estableció la gratuidad de los estudios universitarios y se llegó también a suprimir, por un breve período, el examen de ingreso. Gracias a estas medidas, se produjo una ampliación constante y significativa del número de estudiantes universitarios, iniciándose así el proceso de masificación de la matrícula. Al finalizar 1955, la UBA contaba ya con casi 72000 estudiantes. La mitad de ellos estaba concentrada en las Facultades de Ciencias Médicas y Derecho y Ciencias Sociales. Con la masificación se agudizaron también los problemas edilicios y presupuestarios.
Por otro lado, se intentó durante estos años avanzar en la modificación del perfil de las universidades, en particular de la UBA. Se introdujo el sistema de dedicación exclusiva a la enseñanza y se creó, también en el ámbito de la casa de altos estudios porteña, un Consejo de Investigaciones Científicas y Publicaciones. A estas medidas se sumaron otras de menor impacto, pero que también estaban orientadas a fortalecer el perfil científico, como la institución de premios anuales a la investigación y una beca anual de perfeccionamiento para egresados. Durante esta etapa tuvieron lugar, además, algunos cambios institucionales significativos. Fueron creadas nuevas facultades, sobre todo en base a la división de unidades ya existentes. En septiembre de 1946 se sancionó la ley que permitió la creación de la Facultad de Odontología, en 1948 se creó la de Arquitectura y en 1952, la de Ciencias Exactas fue dividida en Ciencias Exactas, Físicas y Naturales e Ingeniería. Sin embargo, en lo que refiere específicamente a los aspectos académicos, las innovaciones de esta etapa fueron limitadas en parte porque no existía un programa definido para la educación superior en este aspecto. Ni los contenidos, ni los planes de estudio de las carreras experimentaron cambios significativos y los aportes científicos fueron relativamente modestos en gran medida debido al clima político imperante en la casa de estudios.
El peronismo buscó mantener cierta neutralidad política en los claustros y la adhesión a determinados actos de gobierno como la reelección de Perón. Pero no forzó, al menos hasta sus últimos años en el gobierno, la adhesión masiva de los universitarios a sus políticas. El intento de “peronizar” a la vida universitaria se planteó con fuerza sobre todo desde 1952. Pero también tuvo un éxito muy limitado. En lo que respecta a los estudiantes, las organizaciones tradicionales como la FUA y la FUBA se mantuvieron en una situación de semiclandestinidad. Se intentó crear una central estudiantil, la Confederación Universitaria Argentina (CGU) favorable al gobierno, pero fracasó ya que muy pocos estudiantes aceptaron ingresar a la nueva organización.
De la Revolución Libertadora al regreso de Perón
El 16 de septiembre de 1955 el gobierno de Perón fue derrocado por un nuevo golpe militar. Las universidades fueron ocupadas, poco después de este episodio, por grupos de estudiantes y graduados que simpatizaban con el nuevo gobierno. En reconocimiento, probablemente, a la militancia opositora que las organizaciones estudiantiles tradicionales habían manifestado frente al peronismo, aquel les dio intervención en la designación de las nuevas autoridades universitarias. En la UBA fue designado interventor, a partir de una terna presentada por la FUBA, el historiador José Luis Romero. Se inició entonces un proceso de desplazamiento, también motivado ahora por razones políticas, de aquellos docentes y administrativos que habían estado vinculados en forma más estrecha con el gobierno derrocado. El nuevo régimen estableció un nuevo marco legal para el gobierno de las universidades y con ese propósito sancionó un decreto: el 6403. Este decreto reestableció la autonomía universitaria, dispuso que las casas de estudios serían gobernadas por sus diplomados, estudiantes y profesores (asegurando el papel directivo de estos últimos), y también determinó que los docentes serían designados por concursos por las mismas casas de estudios. Este decreto incluyó un artículo, el 28, en el que se estableció que la iniciativa privada podría crear universidades libres. Este artículo provocó la oposición de gran parte de la comunidad universitaria y fue el que generó, en última instancia, la renuncia de Romero al Rectorado de la Universidad. Años más tarde, en 1958 el gobierno de Arturo Frondizi reglamentó a través de una ley las condiciones para la creación de las universidades privadas. Las autoridades de la UBA, lideradas por el hermano del entonces Presidente, encabezaron la oposición a esta nueva ley.
Sobre la base de los nuevos estatutos, la Universidad inició un proceso de normalización que culminó con la elección del filósofo Risieri Frondizi como Rector a finales de 1957. Durante estos años tuvo lugar además un proceso relevante de transformación de las estructuras universitarias que fue visible, sobre todo, en algunas áreas y en algunas facultades. La idea de transformar a la Universidad en un ámbito consagrado a la producción de conocimiento científico fue uno de los objetivos de las nuevas gestiones. Las dedicaciones exclusivas (sólo había 9 profesores en esa condición en la UBA en 1958) se incrementaron exponencialmente. Este régimen suponía ahora que el profesor dedicaba la mayor parte de su tiempo disponible a la investigación original. Se organizaron también programas de becas para jóvenes investigadores destinados a su formación científica y perfeccionamiento. El Conicet, fundado en 1958, apoyó fuertemente el desarrollo de la actividad científica en la Universidad a través de la concesión de fondos para el equipamiento y de su política de becas. En la Facultad de Filosofia y Letras se crearon nuevas carreras como Sociología y Psicología en el año 1957 y, en 1958, tuvo lugar la creación de la licenciatura en Economía en la Facultad de Ciencias Económicas. En Ciencias Exactas se conformaron los Institutos del Cálculo y Biología Marina. En 1957 se creó la Facultad de Farmacia y Bioquímica. El número de estudiantes también experimentó durante estos años un crecimiento sostenido.
Otros aspectos significativos de la transformación universitaria de aquellos años fueron la creación del Departamento de Orientación Vocacional, que logró éxitos importantes en la reorientación de la matrícula y una renovada política de extensión. El nuevo Departamento de Extensión Universitaria, creado en 1956, asumió, entre otros proyectos, uno de desarrollo integral en una zona marginal del Gran Buenos Aires, la Isla Maciel. Se trataba aquí de llevar a cabo una investigación integral sobre la condición social de sus habitantes para tomar medidas que permitiese mejorar su nivel de vida. La creación de la Editorial Universitaria (Eudeba) fue otra de las innovaciones relevantes de esta etapa. La editorial, dirigida por el prestigioso científico y editor, Boris Spivacow, publicó en sus primeros 8 años de existencia más de 800 títulos y distribuyó casi 12 millones de ejemplares. El inicio de las obras de la Ciudad Universitaria, destinada a resolver los problemas presupuestarios y edilicios vinculados, entre otros aspectos, con el crecimiento de la matrícula fue otro aspecto significativo de esta etapa.
Este ambicioso programa de transformación universitaria encontró límites rápidamente. En principio sería importante señalar que la renovación no afectó a todo el sistema universitario en su conjunto, sino sobre todo a algunas facultades y dentro de ellas, incluso, a algunas áreas disciplinares. Ciencias Exactas y Filosofía y Letras fueron los polos principales de este proceso de cambio. A ellos se sumaron, parcialmente, otras facultades como Medicina, donde se constituyó un ciclo básico con una presencia importante de docentes con dedicación exclusiva, pero en otros ámbitos de la UBA, sobre todo en sus centros más profesionalistas como Derecho, las innovaciones fueron mucho menores. Por otro lado, los grupos que habían protagonizado este proceso de renovación se fragmentaron internamente en gran medida por motivos políticos. Sectores del movimiento estudiantil, fundamentalmente, tacharon a gran parte de las políticas universitarias de entonces de cientificistas señalando que promovían una actividad científica ajena a los intereses de la realidad nacional. Estas polémicas estuvieron vinculadas a la recepción y utilización de fondos de fundaciones extranjeras por parte de algunos grupos de investigación en Filosofía y Letras y en Ciencias Exactas. Las disidencias internas afectaron el vigor y la dinámica de los esfuerzos renovadores durante aquellos años. El contexto político comenzó así a impactar, nuevamente, de manera decisiva en la vida universitaria hacia mediados de la década de 1960. Por esos años, y en el contexto de la Guerra Fría, la doctrina de la seguridad nacional comenzó a influir en el pensamiento de los militares argentinos. En este marco, la Universidad, en particular la de Buenos Aires, comenzaba a ser percibida como un espacio controlado por grupos revolucionarios a los que se debía neutralizar. En este contexto, el 28 de junio de 1966 un movimiento militar derrocó al gobierno constitucional encabezado por el Dr. Arturo Illia y designó Presidente al general Juan Carlos Onganía. La Universidad, a través de su Consejo Directivo, se pronunció institucionalmente en contra del movimiento. Un mes después, el nuevo gobierno decretó la supresión del gobierno tripartito y la disolución de los organismos de gobierno universitario. Dispuso además que los Rectores se transformasen en interventores y se sometiesen así a las autoridades del Ministerio de Educación. El Rector de la UBA, Hilario Fernández Long, rechazó la disposición y se alejó así de su cargo. Algunas facultades, como Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura y Ciencias Exactas fueron tomadas por grupos de estudiantes y docentes. La respuesta de las autoridades militares no se hizo esperar y los edificios fueron desalojados por la policía y el ejército en forma violenta. Los episodios más graves se vivieron en la Facultad de Ciencias Exactas, donde la guardia de infantería ingresó al edificio y agredió físicamente a quienes permanecían en él. Más de ciento cincuenta personas, entre estudiantes y profesores, fueron detenidas y encarceladas aunque se las liberó horas más tarde. El acontecimiento es conocido con el nombre de La Noche de los Bastones Largos. La intervención y los episodios de violencia generaron una ola de renuncias en varias de las facultades. Más de 1300 docentes abandonaron sus cargos. Los que dejaron la casa de estudios pertenecían, en su mayoría, a sus grupos más dinámicos y calificados. La mitad de ellos, aproximadamente, desempeñaba sus tareas en las Facultades de Ciencias Exactas y Filosofía y Letras. Alrededor de trescientos docentes optaron por el exilio y se incorporaron a institutos y universidades del exterior. De este modo terminó la experiencia renovadora iniciada en 1955.
El gobierno encabezado por Onganía tenía entre sus objetivos centrales limitar el proceso de politización que desde mediados de la década había cobrado fuerza en las universidades. Trató de sujetar las instituciones al poder político e incluso intentó llevar a cabo un proceso de normalización. Con el propósito de reorganizar las formas de administración y gobierno de la Universidad se designó Rector al Dr. Luis Botet. Durante este período se instaló un clima fuertemente represivo en todas las facultades, clausurándose los centros de estudiantes. En 1967 se sancionó una nueva ley universitaria tratando de construir un sistema de gobierno sostenido en el claustro docente. Se intentó entonces cooptar a un sector del profesorado en apoyo a la política del gobierno, pero el régimen no tuvo éxito en el intento. También se produjeron disputas internas entre las diferentes autoridades impuestas por entonces. En 1968, el Rector Raúl Devoto mantuvo un conflicto permanente con los decanos. Los intentos de Onganía de disciplinar a los universitarios, finalmente fracasaron, y la resistencia se hizo notar en las universidades, no solamente en la UBA, sino principalmente en las del interior como las de Córdoba y del Nordeste. Los estudiantes cumplieron un papel central en el Cordobazo, en mayo de 1969, que provocó, tiempo más tarde, la caída del gobierno de Onganía.
La Universidad de Buenos Aires vivió un proceso de intensa politización durante aquellos años. La matrícula siguió creciendo a pesar de los intentos limitacionistas llevados a cabo por el gobierno de la Revolución Argentina. A finales de los años sesenta, con el propósito de descentralizar al sistema y evitar la concentración de grandes masas de estudiantes en los principales núcleos urbanos, se implementó un ambicioso plan de creación de nuevas universidades, algunas en centros urbanos menores y otros en la periferia de las grandes ciudades. En la UBA, las obras de construcción de Ciudad Universitaria se interrumpieron parcialmente con ese mismo propósito. Sin embargo, tampoco estas medidas lograron evitar el crecimiento sostenido de la matrícula ni la politización del estudiantado. Este último tuvo un papel central en las movilizaciones populares que obligaron al gobierno militar de la llamada “Revolución Argentina” a dejar el poder.
La Universidad durante el segundo peronismo
El 11 de marzo de 1973 el Frente Justicialista de Liberación Nacional ganó las elecciones presidenciales. Luego de la asunción del gobierno encabezado por Héctor J. Cámpora en mayo de ese año, las universidades fueron nuevamente intervenidas y el Rectorado de la UBA fue asumido durante un breve período por el historiador Rodolfo Puiggrós. El control de la Institución quedó entonces en manos de aquellos sectores más comprometidos con el proyecto de transformación revolucionaria pregonado por el nuevo gobierno. Se suprimieron las restricciones al ingreso y se intentó impulsar un cambio profundo en las estructuras curriculares y en la organización del cuerpo docente. Durante los primeros meses de 1973 fueron expulsados los docentes más abiertamente identificados con la dictadura y, en una polémica disposición, también aquellos que, además de ejercer la docencia en la Universidad, trabajaban como empleados de empresas multinacionales. La Universidad fue rebautizada entonces bajo la denominación de la “Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires”. Los universitarios que lideraron este proyecto también procuraron llevar a cabo sus ideas sobre la relación entre la Universidad y la sociedad mediante una activa política de extensión que, si bien recuperaba experiencias previas, también introducía elementos novedosos. Los estudiantes de arquitectura encararon programas de construcción de viviendas populares mientras que los de Derecho instalaron consultorios de atención jurídica gratuita en barrios populares. La Facultad de Farmacia y Bioquímica, mientras tanto, construyó un laboratorio de medicamentos para apoyar el desarrollo de la industria farmacéutica nacional. Otro pilar fundamental de esta etapa, como ya señalamos, fue la supresión de los exámenes de ingreso. En 1974, la UBA recibió cuarenta mil nuevos estudiantes.
Esta experiencia quedó presa de la tensión interna entre las diferentes facciones del peronismo, que se enfrentaron violentamente durante aquellos años. Rodolfo Puiggrós había sido obligado a renunciar a su cargo sólo cuatro meses después de asumir. Fue reemplazado luego, durante un breve período, por Vicente Solano Lima y por Raúl Laguzzi. Este último sufrió un atentado que costó la vida de su hijo de tres meses de edad. Luego de la muerte de Perón en julio de 1974, la ofensiva de la ultraderecha se hizo sentir sobre las instituciones universitarias, muchas de la cuales fueron nuevamente intervenidas. En Buenos Aires ese puesto recayó en Alberto Ottalagano, un oscuro personaje vinculado a grupos de extrema derecha. El interventor designado entonces en Ciencias Exactas, Raúl Zardini, había declarado públicamente sus simpatías “por un modelo de la comunidad organizada, en el orden social, como el corporativismo de la Italia de Benito Mussolini” y el de Filosofía y Letras, el sacerdote Raúl Sánchez Abelenda, señalaría que “libros, autores y profesores freudianos y marxistas caerán bajo la depuración”.
Varias figuras importantes de la vida universitaria fueron víctimas de los actos de violencia llevados a cabo por grupos vinculados con la Triple A. En julio y en septiembre de 1974 fueron asesinados, respectivamente, Rodolfo Ortega Peña y Silvio Frondizi, abogados, defensores de presos políticos y ex docentes de la Universidad. En diciembre fue asesinado el dirigente estudiantil de la Facultad de Ingeniería, Daniel Winer. Ese mismo mes fueron cesados en la Universidad todos los profesores nombrados a partir del 25 de mayo de 1973. Varias facultades fueron cerradas durante meses, se prohibió la actividad política en los recintos universitarios, los centros de estudiantes fueron clausurados y sus locales destruidos. En los cursos se nombraron celadores: por lo general se trataba de policías o integrantes de servicios de inteligencia que concurrían a las clases y que tenían como tarea principal vigilar la actividad política de los estudiantes. Con el golpe militar de marzo de 1976, finalmente, el proceso de persecución y represión dentro de la Universidad ingresaría en una nueva etapa.
La Universidad bajo la dictadura
Un día después de producido el golpe militar del 24 de marzo de 1976 las universidades fueron intervenidas. En la UBA, fue designado el capitán de navío E. Said, quien sostuvo que su principal objetivo consistía en reordenar los claustros “eliminando los factores ideológicos” Las instituciones universitarias fueron uno de los focos centrales de la represión implementada por el régimen militar. Su política se expresó en cesantías masivas de docentes y no docentes, expulsiones de estudiantes y en el secuestro y desaparición de personalidades relevantes de la comunidad académica, particularmente vinculados con la militancia gremial tanto docente como estudiantil. Los atentados y la destrucción de instalaciones universitarias continuaron durante gran parte de los años 1976 y 1977 e incluyeron en el caso de la UBA la quema de más de un millón de ejemplares de textos publicados por su editorial. Cabe recordar, en este contexto, que el informe de la Conadep ha señalado que un 21% de los desaparecidos eran estudiantes y un 3,7% docentes. El 29 de ese mismo mes de marzo el gobierno estableció una ley, la 21.276, de carácter transitorio, por la que dispuso que el gobierno y la gestión de las universidades quedaría bajo la responsabilidad de funcionarios designados por el Ministerio de Cultura y Educación. Los primeros interventores designados eran hombres pertenecientes o cercanos a la las fuerzas armadas que acumulaban amplias y discrecionales atribuciones.
La política del régimen militar hacia la Universidad tuvo, probablemente, dos ejes centrales. Por un lado, se propuso llevar a cabo un control estricto desde el punto de vista ideológico y político sobre los contenidos de la enseñanza. En la mayor parte de las facultades este control se extendió sobre el cuerpo docente donde cobraron fuerza aquellos sectores vinculados, sobre todo, con el nacionalismo católico de derecha. La dictadura cercenó principios fundamentales de la vida académica. Suprimió la libertad de cátedra y designó en forma discrecional y arbitraria a los nuevos docentes quienes, en su mayoría, llegaron a sus cargos por las afinidades políticas e ideológicas con los integrantes del nuevo régimen. Por supuesto, la actividad de los centros de estudiantes fue prohibida al igual que toda manifestación de naturaleza política dentro de las instituciones. Por otro lado, la Dictadura se propuso reducir las dimensiones del sistema universitario. Con ese objetivo se implementó, primero, una severa política de cupos. Esto implicaba establecer restricciones en el número de personas que podían acceder al estudio de ciertas carreras y, sobre todo, de determinadas universidades. Las grandes casas de estudios del área metropolitana como La Plata, Córdoba o Buenos Aires, y las carreras del área de las Humanidades fueron las más afectadas por esta política. En la UBA, el ingreso durante el año 1977 se redujo a 13.312. La reducción alcanzaba al 59% de la inscripción de 1976. Tres años antes, en 1974, los ingresantes habían sido un poco más de 40.000. A la política de cupos se sumó, a partir de 1980, la implementación de los aranceles. En líneas generales, puede observarse cómo el régimen asumido en 1976 logró disminuir consistentemente el crecimiento de la matrícula universitaria. Ese año había un poco más de medio millón de estudiantes universitarios en la Argentina, en 1981 llegaban a casi cuatrocientos mil, con el agravante de que la disminución había afectado sobre todo al sector público incrementándose entonces la participación del sector privado del 12 al 19% de la matrícula entre esos mismos años.
Pero la política universitaria de la Dictadura tuvo también otros ejes, quizás menos conocidos. Uno de ellos consistió en desplazar la actividad científica de las instituciones universitarias y canalizarla hacia diferentes tipos de organismos. Si bien durante los primeros años del llamado “Proceso de Reorganización Nacional” la inversión en investigación fue relativamente importante, ésta se concentró en instituciones como el Conicet, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria y la Comisión Nacional de Energía Atómica. Las consecuencias de esta situación fueron graves para el conjunto de las disciplinas que se desarrollaban en la Universidad, pero eran particularmente severas en el área de las Humanidades y las Ciencias Sociales. Paralelamente, durante aquellos años se fueron consolidando una serie de instituciones y organismos, privados en muchos casos y ajenos al medio universitario, que sobrevivieron gracias a la obtención de fondos externos como la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales o el Centro de Estudios de Estado y Sociedad. Aquí se concentró un tipo de investigación diferente a la practicada en los centros académicos oficiales.
Las resistencias al nuevo estado de situación en la Universidad fueron relativamente débiles en sus inicios. En las distintas facultades podía advertirse, durante los primeros años de la dictadura sobre todo, la presencia habitual de personal policial. Las requisas eran comunes al igual que la participación subrepticia de agentes de inteligencia en distintas instancias y espacios de la Universidad. Las agrupaciones estudiantiles sobrevivieron en un estado de semiclandestinidad, a menudo, refugiadas bajo el paraguas de algunos partidos políticos y concentrándose en reclamos relacionados con aspectos específicos de la vida académica. Un momento fundamental en la historia del movimiento estudiantil de aquellos años se produjo cuando, en diciembre de 1980, la FUA publicó en los principales periódicos de alcance nacional una solicitada rechazando la aplicación del arancel. En este documento la organización reivindicó la gratuidad de los estudios universitarios.
Después de la derrota en Malvinas y con el anuncio de la normalización institucional, la vida política renació en la mayor parte de las unidades académicas de la Universidad de Buenos Aires. A partir de septiembre de 1982 tuvieron lugar las primeras elecciones de centros de estudiantes que concitaron un intenso entusiasmo. Las agrupaciones que protagonizaron estas elecciones se referenciaron por lo general en los partidos políticos nacionales. En pocos meses, la mayor parte de los centros de estudiantes fueron normalizados y Franja Morada, brazo universitario de la Unión Cívica Radical, obtuvo la mayoría en 8 facultades. Un rasgo central del proceso electoral estudiantil de ese año y del siguiente fue la alta participación, que involucró alrededor de un 70% de los que estaban habilitados para hacerlo. Pero también cabe destacar aquí que en muchas facultades lograron una adhesión importante agrupaciones independientes que cuestionaban la partidización de la política estudiantil. Uno de estos casos fue el de la agrupación Quantum, en la Facultad de Ingeniería.
Durante los últimos años de la Dictadura, sectores afines al gobierno buscaron consolidar posiciones en la Universidad. Una nueva ley sancionada en 1980 estableció la designación de las autoridades académicas por el Poder Ejecutivo y la prohibición de éstas de ejercer cargos en partidos políticos o participar en organismos gremiales. Ese ordenamiento contempló la designación de los profesores por concurso que fueron implementados a partir de 1982. Estas medidas fueron fuertemente cuestionadas y, finalmente, sólo llegó a sustanciarse un pequeño número de concursos que beneficiaron, por lo general, a grupos que habían desarrollado hasta entonces sus tareas en forma interina y personas vinculadas de distinta forma al régimen militar.
La Universidad en la transición a la democracia
Una nueva etapa en la historia de las universidades se inició con la recuperación de la democracia en diciembre de 1983. El gobierno encabezado por Raúl Alfonsín implementó un programa para las instituciones de educación superior que comenzó con la designación de rectores y consejos superiores consultivos que tenían como propósito central iniciar un proceso de normalización. En la Universidad de Buenos Aires fue designado para conducir el proceso de normalización el Dr. Francisco Delich. De acuerdo con un decreto luego ratificado por una ley se reinstalaron los estatutos vigentes hasta la ruptura institucional de 1966. Este nuevo marco legal contemplaba también la posibilidad de la impugnación de los concursos sustanciados entre 1976 y 1983. En este contexto se impulsó, además, la reincorporación de los docentes cesanteados u obligados a renunciar por cuestiones políticas e ideológicas y comenzó la implementación de concursos comprendidos por entonces como la instancia por excelencia para el acceso al cargo de profesor. A partir de mediados de 1985 comenzaron las elecciones de los diferentes claustros con el propósito de avanzar en el proceso de normalización. En la UBA, este proceso culminó en marzo de 1986 con la reunión de la Asamblea Universitaria integrada por los representantes de los claustros de estudiantes, graduados y profesores que eligió como Rector al hasta entonces decano normalizador de la Facultad de Ciencias Económicas, Oscar Shuberoff. Este último sería reelecto en tres oportunidades ejerciendo este cargo hasta el año 2002. La política universitaria iniciada durante esos años tuvo varios ejes fundamentales. Por supuesto, terminar con las políticas de persecución y control ideológico sobre los miembros de la comunidad universitaria, propias de la dictadura, fue uno de ellos. Pero también se propuso levantar las restricciones al ingreso a la Universidad. Con ese propósito se suprimieron los aranceles y, en la mayor parte de las casas de estudios, se suprimió el examen de ingreso. En la Universidad de Buenos Aires, el ingreso directo se implementó a partir de 1985 con la creación del Ciclo Básico Común. En todo el país, la matrícula universitaria tuvo un crecimiento acelerado a partir de entonces, pero ese proceso fue especialmente intenso en la UBA. Mientras el número de nuevos inscriptos en 1982 había superado apenas los 13 mil estudiantes, en 1987 alcanzó casi los 47 mil. En 1992, la matrícula de la Universidad llegaba a los 170 mil estudiantes.
Los primeros años de la transición democrática fueron especialmente intensos en materia de creaciones e innovaciones institucionales. La conformación del CBC en 1985 obligó a reorganizar los planes de estudios de todas las carreras. A la construcción de nuevas sedes en la Ciudad de Buenos Aires para albergar a la nueva unidad académica, se sumaron los centros regionales universitarios de Avellaneda y San Isidro con el propósito de acelerar la descentralización y regionalización de la Universidad, política que continuó más adelante con la creación de otras unidades similares en diferentes localidades de la Provincia y del Gran Buenos Aires, como Escobar, Saladillo, Tigre o San Miguel. En 1986 se creó el Programa de Educación a Distancia UBA XXI
También se crearon nuevas carreras, como las de Diseño Industrial y Diseño Gráfico en la Facultad de Arquitectura o la de Edición en Filosofía y Letras. En 1985, se constituyó la Facultad de Psicología para albergar a la carrera que funcionaba de manera independiente y, en 1988 se fundó la de Ciencias Sociales. Ésta incluyó a las ya existentes carreras de Relaciones del Trabajo, Trabajo Social y Psicología, y a las recientemente creadas Ciencias de la Comunicación y Ciencia Política. Durante este último año se inauguró también el nuevo edificio de la Facultad de Filosofía y Letras en el barrio de Caballito. Otros aspectos importantes desde el punto de vista institucional de aquellos años fueron la creación del Centro Universitario Devoto y el Programa UBA XXII destinados al desarrollo de los estudios de grado en unidades carcelarias y la revitalización de la política de extensión a partir de la inauguración del Centro Cultural Ricardo Rojas, institución que cumple un papel relevante en la vida cultural de la Ciudad de Buenos Aires.
Otro de los objetivos llevados a cabo en la nueva etapa consistió en recuperar y otorgar un lugar de privilegio a la actividad científica dentro de la Universidad. Con este propósito comenzó un proceso lento de incremento del número de dedicaciones exclusivas. También se creó, en 1986, el Programa UBACyT, destinado a otorgar subsidios para investigación científica y becas orientadas a la formación de futuros investigadores. Con el propósito de canalizar la transferencia de conocimientos y las innovaciones científicas y tecnológicas se creó la Dirección de Convenios y Transferencia de Tecnología y, en 1991, junto a la Unión Industrial, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y la Confederación General de la Industria, la UBA creó la empresa UBATEC
Durante los primeros años de la transición democrática el sistema universitario debió afrontar graves dificultades presupuestarias. En alguna medida, estas dificultades se vinculaban con el acelerado crecimiento de la matrícula. Las instituciones universitarias debieron durante estos años incrementar su plantel de docentes y empleados administrativos y resolver los problemas edilicios y de equipamiento generados por la incorporación de nuevos estudiantes. En este contexto, las universidades invirtieron recursos cuantiosos en instalaciones y equipos. Así, durante estos años la inversión universitaria en bienes de capital se incrementó considerablemente. Pero, en este contexto también, y sobre todo durante los últimos años de la década de 1980, se verificó una profunda crisis económica que provocó que el aporte fiscal a las casas de altos estudios descendiera progresivamente. Esta circunstancia, sumada al incremento de la matrícula, se tradujo en una disminución abrupta de los recursos asignados por alumno. Mientras tanto, el incremento del número de docentes se efectivizó a través del aumento del número de auxiliares, la gran mayoría de ellos con dedicaciones parciales y, en algunas facultades, incluso, con designaciones honorarias. Los salarios tanto de los docentes como de los empleados administrativos disminuyeron en estos años de manera consistente, al igual que el de la mayoría de los empleados del sector estatal. Esto se tradujo en un aumento de la conflictividad laboral en el ámbito universitario. Se sucedieron las huelgas que, como sería habitual en la UBA, tuvieron un impacto más fuerte en algunas facultades que en otras. Particularmente grave fue el conflicto que se inició durante el segundo cuatrimestre de 1987 y que se prolongó durante casi dos meses. La Confederación Nacional de Docentes Universitarios (CONADU) denunció entonces que el salario percibido por los docentes era equivalente a un 35% del que recibían en diciembre de 1983. La huelga se levantó cuando el ciclo lectivo ya parecía perdido en varias unidades académicas.
Durante los años noventa, bajo la presidencia del Dr. Carlos S. Menem, se produjeron cambios significativos en la política universitaria implementada desde el estado nacional. Estos se tradujeron entre otros aspectos, en la creación de nuevas instituciones universitarias, tanto públicas como privadas, y en la sanción de un nuevo marco legal para el sistema universitario expresado en la ley 24.521 de Educación Superior. Este nuevo ordenamiento incluyó diversos aspectos que generaron fuertes controversias. Entre ellos se encontraba la posibilidad de que en las universidades con más de cincuenta mil estudiantes fuesen las facultades las que determinasen el sistema de ingreso, la potestad otorgada a cada institución para que, en el marco de su autonomía, impusiera aranceles para los estudios de grado y la creación de un sistema de evaluación y acreditación universitaria que cristalizó en la conformación de una agencia encargada de dichas funciones (Coneau). Ésta estaría encargada de implementar procesos evaluativos para regular la conformación y funcionamiento de un conjunto de carreras e instituciones. Algunas de estas disposiciones le permitían al Poder Ejecutivo adquirir una fuerte injerencia sobre el funcionamiento de las universidades. La UBA se opuso a diversas disposiciones de la ley, solicitando ante la Justicia la inconstitucionalidad de varios de sus artículos por sostener que vulneraban el principio de autonomía y afectaban la gratuidad de la enseñanza pública. Varios de sus reclamos fueron finalmente aceptados.
Los últimos años de la década del noventa y los primeros del nuevo siglo fueron también particularmente conflictivos a raíz del impacto de las políticas de ajuste que afectaron particularmente al sector público y al presupuesto dedicado a la educación. Las protestas de la comunidad universitaria se hicieron sentir con fuerza en esos meses a través de marchas y movilizaciones en las que participaron activamente los miembros de la comunidad universitaria porteña. Particularmente significativas fueron las que tuvieron lugar en abril de 1999 y en marzo de 2001. A comienzos del nuevo siglo la Universidad, finalmente, se seguía encontrando como a lo largo de su historia con desafíos y problemas, algunos de ellos nuevos, otros, como la elevada deserción, de larga data. Con casi 20% del total de la matrícula universitaria del país, la UBA continúa desempeñando un papel fundamental en la vida pública de la Argentina. A pesar de que el sistema universitario se diversificó considerablemente en los últimos años gracias al crecimiento la fundación de nuevas instituciones de enseñanza superior, la UBA ejerce todavía, gracias a su larga historia y al prestigio consolidado a lo largo del tiempo, un papel central en los debates y controversias sobre la vida universitaria de la Argentina.
Fuente: Universidad de Buenos Aires | Universidad de Buenos Aires. Secretaria de Asuntos Académicos [Consulta 22 de abril 2021]